La Divina Comedia de Dante Alighieri -aunque en clave místico-cristiana y con una estructura narrativa distinta- ilustra metafóricamente el proceso de individuación de forma magistral. En las dos primeras etapas de su viaje, guiado por Virgilio, Dante es conducido por los infiernos y el purgatorio, donde conoce los males anímicos y las sombras que afligen a la humanidad. La mayoría de los personajes que allí encuentra padecen en la segunda muerte, es decir, en la existencia en el más allá, las consecuencias de la inconsciencia de sus actos carentes de amor. En ese trashumar por los diferentes círculos del infierno y del purgatorio, Dante va adquiriendo consciencia de los actos del ego y de sus consecuencias. Finalmente es conducido por Beatriz hasta el Paraíso, donde puede contemplar y es arrebatado por la Luz divina del Creador.
El viaje al infierno simboliza las dos primeras fases del proceso de individuación, el descubrimiento del inconsciente oculto y el encuentro con la sombra. El purgatorio se refiere al proceso de sanación o, lo que es lo mismo, el camino de purificación que conducirá más tarde a la unidad del Ser (las Bodas Alquímicas) en el Paraíso.
En las entradas anteriores hemos hablado de las dos primeras fases del proceso de individuación; ahora procede hablar de la tercera fase.
Como apunté anteriormente, el ego surge de la separación y de la identificación con determinados aspectos de la realidad, a la par que del rechazo de otros aspectos que constituirán la sombra. El primer elemento separador que aparece en la existencia de un ser humano es el Yo y el Tú. Sin el concepto Yo separado de los demás, no podría existir un ego con consciencia de sí mismo. El segundo elemento diferenciador del ego, que aparece algo más tarde, se fundamenta en la polaridad masculino-femenina, lo que da lugar a la distinción entre sexos. Por ello, en la tercera fase del proceso de individuación se produce el encuentro con el ánima/animus o lo que es lo mismo, la integración de la polaridad masculino/femenina, los arquetipos sexuales.
El niño o la niña, en un momento dado, hace suyo uno de los arquetipos de género -masculino o femenino-, provenientes de la herencia cultural que acostumbra a sustentarse en su herencia biológica. El género, por consiguiente, es el armazón más íntimo sobre el que se estructura el ego. Pues bien, en un momento dado, tras el encuentro con la sombra, el proceso de individuación proseguirá con la integración del arquetipo identificado con el sexo contrario; es decir, el hombre deberá integrar el arquetipo ánima o arquetipo femenino, mientras que la mujer lo hará con el animus o arquetipo masculino.
Conviene considerar, al respecto de los arquetipos sexuales y la polaridad de género, que nuestra mente se basa en esta diferenciación, mucho más de lo que aparentemente podemos suponer. Algo tan básico y natural como, por ejemplo, el ritmo natural entre el día y la noche es una concepción sexuada del tiempo. Así, el sol simbolizaría el arquetipo de lo masculino y el padre, mientras que la luna el de lo femenino y la madre. Calor y frío, dar y recibir, razón e intuición, son aspectos que marcan nuestro devenir diario y que descansan sobre esta concepción dual de la vida. Por consiguiente, se trata de integrar tanto logos como eros, la sensibilidad y el vigor, el afecto y la razón, la expresión emocional y la ideación, la percepción y la acción; en otras palabras, reunir el principio receptivo femenino con el principio dador masculino, para encontrar la fuente de la creatividad.
Las dos últimas fases del proceso de individuación se refieren a la integración del arquetipo luz y a la integración de los contrarios (coincidentia oppositorum). En la Divina Comedia se simbolizan como el acceso y ascenso por los círculos luminosos del Paraíso. Ahora, Dante ha integrado el ánima, por lo que la prosecución de su viaje lo realiza de la mano de Beatriz, la novia celeste.
En la medida que reconocemos los contenidos inconscientes de nuestra sombra y aportamos luz a ese “estrato” desconocido de nuestra psique, la consciencia se expande y la lucha y la resistencia dejan de ser los motores de nuestra vida. En su lugar surge la experiencia de la aceptación. Con la humildad instalada en nuestro corazón y nuestra razón, que impide que se instale el orgullo narcisista de creernos superiores, el viaje hacia la integración total de nuestra mente prosigue y la sabiduría guía nuestros actos.
El mundo, lo que perciben nuestros ojos, no es más que una proyección de nuestro interior. Desde la división e incongruencia internas sólo puede contemplarse un mundo dividido e incomprensible. Desde la profunda aceptación interna de nuestro ser, todo toma un sentido nuevo y se comprende el significado de lo que para otros pudiera ser algo incluso aborrecible. Por ejemplo, la enfermedad ya no se concibe como una intrusa injusto y despiadado, sino como una mensajera de la sombra para que tomemos conciencia de alguna dimensión desequilibrada o descuidada de nuestro ser.
El amor, es la última y más benéfica experiencia que puede percibir nuestra consciencia. Por ello, los últimos versos de La Divina Comedia hacen referencia a este nuevo estado del ser:
“Mas ya mi voluntad y mi deseo giraban,
impulsadas por el Amor como ruedas,
el que mueve el sol y las estrellas.”