En mi anterior artículo explicaba que la formación del ego comienza en el mismo momento que aparece en el horizonte mental el conflicto entre opuestos. La dualidad de los opuestos como aspectos separados de la realidad surge a consecuencia de una mirada y una consciencia parcial. Esta mirada dual surge desde la ignorancia de que todo es uno. Para explicarlo con un ejemplo sencillo: sería como imaginar dos monedas diferentes si alguien nos mostrara una por una de sus caras y más tarde, la misma por la cara opuesta, por no saber que toda moneda tiene su “cara” y su “cruz”.
El ego no es un ente unificado e integrado, no; el ego experimenta tensiones internas y no siempre actúa coherentemente. Su estructura es dual: por un lado, existe una personalidad visible, predecible y, por otro lado, una parte invisible y desconocida: la sombra. En la medida que nos identificamos con un polo de la dualidad, construimos la personalidad visible y nos “identificamos” con ella, pasando a engrosar la sombra la parte que rechazamos.
Los problemas de nuestra incoherencia surgen cuando creemos que la sombra no existe y actuamos creyéndonos los amos de nuestro destino. Como decía Jung, “lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma”. La resistencia que el ego ofrece ante la otra parte de la realidad que no acepta es la causa de las enfermedades físicas y los trastornos mentales (incluso aquellos pequeñitos que a veces denominamos simpáticamente como “neuras”). Por desgracia, combatimos la enfermedad en lugar de considerarla como la mensajera visible de la sombra y la compañera de nuestro aprendizaje.
Jung consideraba que el desarrollo espiritual del ser humano o, con otras palabras, su crecimiento personal, pasa necesariamente por un proceso de individuación, entendiendo esto no como el desarrollo de un ser ciegamente egocéntrico e individual, sino como el devenir de un ser conscientemente integrado; es decir, como un camino del despertar de la conciencia.
Para entender el concepto “individuación” es preciso aceptar que somos el producto de un inconsciente colectivo que marca nuestra percepción y nuestra mente. Somos el resultado de los modelos de pensamiento generados por la colectividad (social y familiar), que absorbemos por lealtad a los valores y formas de actuar de los que nos han precedido. Sólo en la medida que somos capaces de diferenciarnos de estos estereotipos o modelos de representación de la realidad, que Jung llamaba arquetipos, podremos volvernos dueños de nuestro destino.
Estos arquetipos están al servicio de la conservación de la especie, pero determinan de forma tan poderosa nuestra mentalidad que acaban siendo una limitación para la evolución personal. Cuando nos diferenciamos de estos patrones arquetípicos, podemos abrir la puerta de nuestra jaula (jaula = zona de confort = miedo a dar un paso más allá de lo conocido).
Algunos ejemplos de arquetipos muy extendidos son el de la víctima y el del guerrero, que se manifiesta, ancestralmente en una lucha que mantiene el sexo masculino y el femenino. Esto lo vemos en los movimientos sociales y también en los movimientos familiares, muy marcados por estas actitudes de impotencia/lucha y de sometimiento/dominio. La historia de Zeus (el caprichoso y mujeriego señor del Olimpo) y Hera (la esposa traicionada y vengativa) nos muestra claramente esta lucha arquetípica que impregna el inconsciente colectivo.
La primera fase del proceso de individuación, por consiguiente, comienza en la medida que nos despojamos de nuestra percepción engreída y totalitaria y en la medida que aceptamos que la propia conciencia no es la totalidad del ser. Comenzamos a percibir la existencia de impulsos, deseos y contenido psíquico no expresados ni directamente observables, y comenzamos a reconocer que existe una gran parte de sí que ha sido ignorada. De esta consciencia surge entonces el impulso y la necesidad de aproximarse a su comprensión.
La segunda fase del proceso implica el encuentro con la sombra. Ahí comienza el despertar del sueño de la inconsciencia y a aparecer ante nuestra visión (nuestra consciencia) todo aquello que hemos ido reprimiendo en la medida que hemos seguido mandatos y expectativas externas (sociales y familiares, insisto en ello). Uno de los descubrimientos fundamentales y, a menudo, perturbadores para el ego es el mecanismo de proyección, mediante el cual proyectamos en los demás la culpa de nuestros males o la responsabilidad de nuestro bienestar. Este encuentro con la sombra surge, por ejemplo, cuando reconocemos que nuestra generosidad es una estrategia para obtener el reconocimiento de los demás, o que la necesidad de brillar y ser admirado es una compensación de la carencia de autoestima.
El encuentro con la sombra produce un choque para la conciencia, fruto de descubrir algo nuestro que cubríamos con un manto de justificación o racionalización. Por ello, es una fase confrontadora para el ego, que tenderá a rechazarla, pues conduce a su desenmascaramiento.
Reconocer la sombra no es posible desde el rechazo, sino desde su constatación sin juicio, pues forma parte de nuestra naturaleza. Esta aceptación o visión de la sombra, que podríamos llamar “amorosa”, nos llevará en la siguiente fase del proceso: el encuentro con el ánima/animus, de la que hablaré en el próximo artículo.